Cuando la derecha española comprobó hace dos veranos en las urnas que su desfachatez pesaba aún más que las enormes ventajas de tener al árbitro comprado –medios de comunicación, empresarios y jueces–, ese busto viviente que es José María Aznar decidió mover la zona de mármol que dibuja su labio inferior para lanzar un enigmático mensaje –quien pueda hacer, que haga– que todos entendimos sin enigma alguno: el que pueda, que ponga zancadillas a la voluntad democrática.